Un mañoso proyecto de ley en Colombia que, aparte de obligar a marcar el cascarón, promueve con descaro cierto sistema productivo sirve para repasar las oportunidades de una herramienta con mucho potencial.
Salgamos de lo pesado de una vez. El proyecto de ley que presentó hace dos semanas un partido de la izquierda prochavista colombiana para que sea obligatorio el rotulado del huevo, es un adefesio. Bajo la excusa loable de entregar información al consumidor sobre el origen del alimento, en realidad quiere extrapolar aquí la normativa europea y su afán de imponer a las bravas la opción más costosa para el comprador y el medio ambiente, además de ser la peor para las gallinas.
Es inconveniente por la coyuntura sanitaria y socioeconómica, impacta negativamente al pequeño productor, pone una barrera más para la competencia, encarece un alimento de primera necesidad y otorga un obsceno privilegio legal a unos pocos productores. Por todo eso no debería pasar ni el primer debate, pero en Colombia eso poco importa a la hora de las decisiones (a propósito, muy bien Fenavi por el respaldo de frente, como el de todo el empresariado, a un expresidente en quien se ensañó la mala justicia de mi país).
Superados los dolorosos, hablemos un poco de los posibles gozosos luego de echarle un vistazo al continente. Primero, habría de señalar que en casi todas partes se etiqueta por norma el empaque del huevo y solamente en un país, Nicaragua, también al huevo en sí. Sea en el embalaje o en la cáscara, la norma exige por lo general tres datos básicos: código sanitario de la avícola, fecha de postura y fecha estimada de vencimiento.
Si se quiere educar al consumidor, entonces mejor habría que pensar en campañas para que este aprenda a buscar la información en el empaque y que la entienda. ¡Listo! Para eso no se necesita otra odiosa ley, otra intervención abusiva de papá Estado. Forzar a etiquetar el huevo para que, aparte de repetir la información anterior, se ponga también un código que aluda al sistema de producción, es de una mala leche tremenda.
Hacerlo en un medio como el nuestro (o en cualquiera como se ha visto en Europa, Australia y Estados Unidos), donde no hay información criteriosa entre el público sobre los distintos modelos productivos y el bienestar de las ponedoras, equivale a que quienes no tengan sus gallinas libres de jaula se pongan a sí mismos un INRI, una letra escarlata, impresa con su propio dinero, con el que tuvieron que comprar etiquetadoras y costosas tintas.
Si se pierde la batalla del sentido común y una ley de aquellas prospera, pues no quedará otra que promover una decidida alfabetización sectorial al consumidor que sería bastante interesante (un verdadero reto para el espíritu gremial), con la cual se debería destacar un acuerdo inequívoco respaldado por la ciencia: sin bienestar no puede haber producción de huevos, lo que hace a todos los sistemas, en esencia, buenos para las gallinas. El huevo en sí es la evidencia irrefutable.
Pese a que no es todavía obligación marcar los huevos de mesa en casi toda América Latina, varias avícolas, casi siempre las más grandes y tecnificadas, lo vienen haciendo por cuenta propia. En principio, lo hacen para ayudar a sus procesos internos de trazabilidad, aunque algunas van más allá, como El Granjero, en Nicaragua, que aprovecha el rotulado para promoverlo como un ‘Código de Frescura’ y está educando con una interesante campaña digital al consumidor para la adecuada lectura de sus códigos.
Sé de otras empresas que utilizan sus etiquetados para enviar mensajes positivos y amables para su consumidores en estos tiempos de pandemia. En Colombia, por ejemplo, una reconocida avícola escribe frases motivadoras como “Arriba el ánimo” (ver foto). Mi conclusión: ¿Huevo etiquetado?, claro que sí, siempre que no sea una obligación y tenga una intencionalidad clara por parte del productor.
Políticos, ¡hagan el favor de sacar sus manos de los huevos!