Dice la teoría que entre más al norte, menos salmonela; entonces, ¿qué es lo que hace que esta bacteria no sea una gran preocupación aquí, entre nuestros consumidores?
En Dinamarca, ese pequeño y modélico país, algunas de sus empresas avícolas se atreven a ofrecer en supermercados pollo y sus derivados con el rótulo “libre de salmonela”, ese bichito microscópico, con cientos de cepas, omnipresente en el mundo, que prolifera con el calor, la humedad y la manipulación descuidada, y que, sin duda, hace estragos en nuestro sistema digestivo si lo dejamos entrar.
En Norteamérica, las últimas semanas han estado plagadas (nunca mejor dicho) de noticias sobre alimentos contaminados por esta y otras bacterias. He leído informes que hablan con asombro de que “se ha descubierto salmonela en pollos vivos y carne procesada”, como si fuera una suerte de epifanía, de gran revelación; algo tan desconcertante como entender que un extranjero es alguien de otro país.
Al hacerle zoom a estos informes, se leen más circunstancias inquietantes para la avicultura: esa salmonela está también en ensaladas y burritos procesados, que tienen entre sus ingredientes huevo y carne de pollo. Quedó listo entonces el pérfido silogismo: pollo y huevo vienen con salmonela, ergo, te pueden enfermar. Y es cierto, como lo es para cualquier alimento que no se produzca bajo estándares sanitarios o no se manipule convenientemente o —lo más importante para mi punto— que no se prepare (léase cocine) como se necesita.
Para el consumidor debe ser absolutamente claro que la cadena productiva avícola trabaja y es vigilada para entregarle un producto con inocuidad y si esta se malogra, muy posiblemente tiene que ver con malas prácticas previas a su ingesta (contaminación cruzada, incompleta cocción, pérdida de la cadena de frío).
Hace poco, un pastel de pollo congelado, que se veía listo para comer por su cubierta crocante y dorada, enfermó a miles de impacientes consumidores en Estados Unidos, quienes lo metieron en el microondas y solo esperaron un poco para entibiarlo, cuando se necesitaban 4 minutos (¡por Dios, qué eternidad, y lo decía en el empaque!) para que el calor uniforme eliminara cualquier bacteria y culminara la escasa cocción restante.
Ni qué decir de la pésima costumbre de calentar y no comer inmediatamente, o de recalentar una y otra vez. En América Latina, se presentan miles de casos de enfermedades transmitidas por alimentos (ETA) al año y cientos de ellos tienen que ver con pollo y casi ninguno con huevo. No obstante, el problema se percibe más como una consecuencia de la mala manipulación y no del alimento. Del consumidor y no del productor.
Sin un estudio exhaustivo, se puede inferir que los hábitos de consumo nos salvan a muchos latinoamericanos de enfermarnos porque preferimos preparar nuestros propios alimentos con ingredientes frescos mediante cocciones plenas (pollo y huevo) o lo exigimos así en los restaurantes.
Es literal, la salmonela nos rodea y eliminarla completamente (así lo digan los daneses) es una quimera que, si se logra, puede desaparecer en un descuido al sacar el alimento de su empaque. Lo único que garantiza que ese bicho no haga daño al consumidor de alimentos de origen avícola suena como una sentencia bíblica, pero es puro sentido común: limpieza y fuego purificador.