Detrás de la anécdota, dos caricaturescos eventos ‘viralizados’ esta semana avisan de los peligros reales que pueden engendrar las buenas intenciones muy mal informadas.
Cuando se lo escuché al experto español Carlos Piñeiro durante la VI Jornada Regional Suramericana de ALA, celebrada en Quito y organizada por la gremial avícola ecuatoriana Conave, pensé primero que no era más que un asunto de jóvenes idealistas con demasiado tiempo libre y falta de interés en estudiar lo que dicen defender con vehemencia.
Piñeiro comentó en su interesante conferencia sobre la medición científica del bienestar animal que, a raíz de un fallo emitido por un tribunal alemán, las granjas europeas dedicadas a la producción pecuaria optaron por colocar profusos avisos de “No pase” en sus inmediaciones, con el fin de poder tener argumentos legales contra las cada vez más frecuentes incursiones a predios privados por parte de activistas veganos y animalistas, quienes afirman combatir con tales actos “la esclavitud de los animales no humanos”.
Es casi seguro que ustedes vieron este semana videos de algunas mujeres de un colectivo que en España entraron a una granja de ponedoras para “liberar a las gallinas de una vida de violaciones sexuales sistemáticas” y “para devolverles los huevos, porque ellas los pusieron y son de ellas” (no he inventado ni una sola palabra).
Dijeron saber y entender mucho de lo que es mejor para las gallinas, además de demostrar ser dueñas de un pueril sentido de la justicia. Sin embargo, de avicultura dejaron en claro que no saben nada, como que las gallinas no necesitan un gallo para poner huevos o que un gallo no puede “violar” una gallina, así quisiera, ya que la cópula solo se da con el consentimiento de la hembra, entre otros aspectos fisiológicos, por el diminuto tamaño de los genitales masculinos.
En otro lamentable video se ve a una turista armando un gran escándalo en Marruecos y tratando, literalmente a los mordiscos, de “liberar” un cargamento de pollos. Uno y otro episodio, luego de la risa inicial, abren una serie de interrogantes preocupantes si se popularizan aún más estas conductas e incluso si llegan hasta nuestros países latinoamericanos, donde los brotes de esta corriente todavía no han llegado tan lejos, por fortuna.
Primero hay que preguntarse por la integridad física de todos los humanos involucrados: los mismos animalistas, operarios de granja, personal de seguridad, hasta repartidores de carne de pollo y huevos, “traficando con la evidencia del maltrato y la esclavitud”. En nuestro medio, donde proliferan grupos armados ilegales y hasta trasnochadas guerrillas, no quiero ni pensar en lo que pasaría si recurren a estas excusas para justificar extorsiones y otras tropelías.
Luego viene la bioseguridad de la producción avícola. ¿Cómo mantenerla con estas incursiones no controladas? ¿Y si les da por acudir a una suerte de sabotaje biológico para que los animales sean libres o que mueran enfermos si no pueden serlo? Todo ese ambiente hostil tendría como pésima consecuencia el incremento en los costos asociados a la bioseguridad y a la seguridad física de las personas, instalaciones y producción.
Sería una cosa de locos; el límite para el fanatismo no existe.