Además del ajuste en costos, los más recientes inicios de año han estado marcados por fuertes cuestionamientos mediáticos al negocio avícola en el mundo. ¿Estamos viviendo el comienzo de una tradición?
Cero y van dos. Este es el segundo año nuevo consecutivo en el que algún organismo de amplio prestigio global presenta sus observaciones y propuestas poco favorecedoras para el modelo hegemónico de avicultura comercial. En ambas ocasiones, esos recados han venido del Reino Unido.
Dichos informes gozan de amplia repercusión mediática y sus conclusiones se leen en todo el mundo, en todos los idiomas. Los únicos que no parecen darse cuenta, por lo menos de labios para fuera, son los productores avícolas y las agremiaciones que los agrupan y defienden.
Se extraña el debate público que bien vale la pena dar por la sostenibilidad de esta importantísima actividad agroindustrial, pues en mucho de lo que dicen esos celebérrimos centros de investigación y opinión, se olvida una amplia gama de grises que el consumidor promedio desconoce.
Veamos de qué estoy hablando. El amague de finales de 2017 y comienzos de enero de 2018 corrió por cuenta de uno de los institutos de la Universidad de Oxford, que proponía a los gobiernos del mundo “un impuesto a la carnes” para desestimular su consumo y con ello contribuir a una caída de la producción y un menor impacto ambiental.
El pollo sería gravado con un 8.5 por ciento, siendo la carne mejor librada. Y Oxford volvería a atacar de nuevo en 2019. Esta vez, fue en el Foro Económico Mundial, en Davos (Suiza), donde pidió al mundo que dejáramos de comer cualquier tipo de carne con el loable fin de “salvar millones de vidas” que se estarían perdiendo por motivos de salud o medioambientales.
En mi humilde opinión, los beneficios de ningún hábito se pueden generalizar, pues la diversidad es la característica operativa de todos los seres vivos y de todos los sistemas económicos, culturales y ecológicos. A veces, comer carne producida (no necesariamente certificada) “ecológicamente” puede ser un mejor incentivo para la restauración de un sistema degradado por productores irresponsables.
Tierra arrasada, donde caen justos con pecadores. No se contempla la posibilidad de hacerlo mejor, algo en lo que está empeñada día a día la agroindustria. Además del consumo consciente, ¿dónde queda la responsabilidad personal en la propia salud?
Hace una semana, la laureada revista londinense The Economist se unía a la fiesta preguntándose por qué la carne de pollo se convirtió en la proteína favorita, experimentando un crecimiento en el consumo del 70 por ciento en 20 años dentro de los países de la Ocde.
Reconoce ese magazín los avances en genética y nutrición aviar, pero le atribuye un carácter general a malas prácticas que explicarían en gran medida su evidente rentabilidad. Nada que decir sobre los avances permanentes en bienestar animal y reducción de emisión de gases. Hay silencios así, selectivos, pero esos no deberían preocupar tanto como los de la propia agroindustria.