El agrio contrapunteo entre estadounidenses y británicos alrededor de la carne de pollo producida en el primer país, es apenas el capítulo más reciente de un debate mucho más amplio que bien puede resumirse en la lucha del cómo contra el qué.
La práctica de sumergir el pollo sacrificado en soluciones químicas aprobadas por autoridades sanitarias es habitual en esta parte del Atlántico y en otras regiones del globo. Es lo que en Europa llaman “pollos clorados”, suponiendo algo malo, riesgoso, peligroso.
Los crudos hechos muestran que se trata de una práctica nada novedosa, con décadas de uso sin arrojar evidencia alguna de afectación a la salud humana ni dentro ni fuera de los Estados Unidos, uno de los mayores exportadores mundiales de este popular alimento.
La objeción europea no se centra entonces en el qué (la inocuidad y valor nutritivo del alimento), sino en el cómo se produce, pues alegan descuidos sanitarios previos en la cadena productiva que se disfrazarían al final con estos “baños clorados”.
Esa posición recuerda otras tantas que anteponen consideraciones de difícil medición por manejar presupuestos subjetivos – cuando no hipotéticos – y que por lo mismo, los hace de imposible comprobación en cuanto a su impacto efectivo en la inocuidad del producto final.
Recordemos que, pese a los evidentes beneficios en productividad con inocuidad, hay quienes siguen peleando contra los cultivos transgénicos. Y lo hacen con argumentos que también resultan difíciles de debatir: un supuesto efecto acumulativo en la salud humana, el mismo de los europeos contra los mal llamados “pollos clorados”.
Algo que nadie sabe si está pasando o si pasará. Bajo ese argumento, casi cualquier cosa puede ser peligrosa -hasta beber agua que se trata con cloro para hacerla potable- entraría en el ámbito de las paralizantes dudas que se plantean como poderosas razones.
Y no quiero profundizar en el caso de los huevos libres de jaula (de nuevo, cómo versus qué), sobre el cual ya he sentado una posición. Son temas en donde el mercado y el imaginario de los consumidores pesarán sobre la evidencia fáctica.
La OMS asegura que una de cada 10 personas enferma por ingesta de alimentos contaminados cada año, y 420,000 mueren como consecuencia de las enfermedades desarrolladas por estos alimentos. Lo que no pude demostrarse es si un pollo clorado o uno europeo tienen que ver específicamente con ello, por el solo hecho de ser lo uno o lo otro.